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Julio Verne – Miguel Strogoff (página 2)



Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9

Partes: 1, , 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9

En cuanto a Miguel Strogoff, lo tenía todo en
regla y quedaba al abrigo de cualquier medida de la
policía.

En la estación de Wladimir el tren se detuvo
durante algunos minutos, los cuales le bastaron al corresponsal
del Daily Telegraph para hacer una semblanza
extremadamente completa, en su doble aspecto físico y
moral de esta
vieja capital
rusa.

En la estación de Wladimir subieron al tren
nuevos pasajeros, entre ellos una joven que entró en el
compartimiento de Miguel Strogoff.

Ante el correo del Zar había un asiento
vacío que ocupó la joven, después de
depositar todo su equipaje. Después, con los ojos bajos,
sin haber echado una mirada a los compañeros de viaje que
le destinó el azar, se dispuso para un trayecto que
debía durar aún algunas horas.

Miguel Strogoff no pudo impedir fijarse atentamente en
su nueva vecina. Como se encontraba sentada de espaldas al
sentido de la marcha, él le ofreció su asiento, por
si lo prefería, pero la joven rehusó dándole
las gracias con una leve reverencia.

La muchacha debía de tener entre dieciseis y
diecisiete años. Su cabeza, verdaderamente hermosa,
representaba al tipo eslavo en toda su pureza; raza de rasgos
severos, que la destinaban a ser más bella que bonita en
cuanto el paso de los años fijaran definitivamente sus
facciones. Se cubría con una especie de pañuelo que
dejaba escapar con profusión sus cabellos, de un rubio
dorado. Sus ojos eran oscuros, de mirada aterciopelada e
infinitamente dulce; su nariz se pegaba a unas mejillas delgadas
y pálidas por unas aletas ligeramente móviles; su
boca estaba finamente trazada, pero daba la impresión de
que la sonrisa había desaparecido de ella desde
hacía mucho tiempo.

Eraalta y esbelta, a juzgar por lo que dejaba apreciar
el abrigo ancho y modesto que la cubría. Aunque era
todavía una niña, en toda la pureza de la
expresión, el desarrollo de
su despejada frente y la limpieza de rasgos de la parte inferior
de su rostro, daban la impresión de una gran
energía moral, detalle que no escapó a Miguel
Strogoff. Evidentemente, esta joven debía de haber sufrido
ya en el pasado, y su porvenir, sin duda, no se le presentaba de
color de rosa;
pero parecía no menos cierto que debía de haber
luchado y que estaba dispuesta a seguir luchando contra las
dificultades de la vida. Su voluntad debía de ser vivaz,
constante, hasta en aquellas circunstancias en que un hombre
estaría expuesto a flaquear o a encolerizarse.

Tal era la impresion que, a primera vista, daba esta
jovencita. A Miguel Strogoff, dotado él mismo de una
naturaleza
enérgica, tenía que llamarle la atención el carácter de aquella fisonomía, y,
teniendo siempre buen cuidado de que su persistente mirada no la
importunase lo más mínimo, observó a su
vecina con cierta atención.

El atuendo de la joven viajera era, a la vez, de una
modestia y una limpieza extrema. Saltaba a la vista que no era
rica, pero se buscaría vanamente en su persona cualquier
señal de descuido.

Todo su equipaje consistía en un saco de cuero, cerrado
con llave, que sostenía sobre sus rodillas por falta de
sitio donde colocarlo.

Llevaba una larga pelliza de color oscuro, liso, que se
anudaba graciosamente a su cuello con una cinta azul. Bajo esta
pelliza llevaba una media falda, oscura también, cubriendo
un vestido que le caía hasta los tobillos, cuyo borde
inferior estaba adornado con unos bordados poco llamativos. Unos
botines de cuero labrado, con suelas reforzadas, como si hubieran
sido preparadas en previsión de un largo viaje, calzaban
sus pequeños pies.

Miguel Strogoff, por ciertos detalles, creyó
reconocer en aquel atuendo el corte habitual de los vestidos de
Livonia y pensó que su vecina debía de ser
originaria de las provincias bálticas. Pero
¿adónde iba esta muchacha, sola, a esa edad en que
el apoyo de un padre o de una madre, la protección de un
hermano, son, por así decirlo, obligados?
¿Venía, recorriendo tan largo trayecto, de las
provincias de la Rusia
occidental? ¿Se dirigía únicamente a
Nijni-Novgorod, o proseguiría más allá de
las fronteras orientales del Imperio? ¿La esperaba
algún pariente o algún amigo a la llegada del tren?
Por el contrario, ¿ no sería lo más probable
que al descender del tren se encontrase tan sola en la ciudad
como en el compartimiento, en donde nadie -debía de pensar
ella- parecía hacerle caso? Todo era probable.

Efectivamente, en la manera de comportarse aquella joven
viajera, quedaban visiblemente reflejados los hábitos que
se van adquiriendo en la soledad. La forma de entrar en el
compartimiento y de prepararse para el, viaje; la poca
agitación que produjo en su derredor, el cuidado que puso
en no molestar a nadie; todo ello denotaba la costumbre que
tenía de estar sola y no contar más que consigo
misma

Miguel Strogoff la observaba con interes, pero como
él mismo era muy reservado, no buscó la oportunidad
de entablar conversación con ella, pese a que
habían de transcurrir muchas horas antes de que el tren
llegase a Nijni-Novgorod.

Solamente en una ocasión, el vecino de la joven
-aquel comerciante que tan imprudentemente mezclaba el sebo con
los chales- se había dormido y amenazaba a su vecina con
su gruesa cabeza, basculando de un hombro al otro; Miguel
Strogoff lo despertó con bastante brusquedad para hacerle
cornprender que era conveniente que se mantuviera más
erguido.

El comerciante, bastante grosero por naturaleza,
murmuró algunas palabras contra «esa gente que se
mete en lo que no le importa», pero Miguel Strogoff le
lanzó una mirada tan poco complaciente que el
dormilón volvióse del lado opuesto, librando a la
joven viajera de tan incómoda vecindad,
mientras ella miraba al joven durante unos instantes, reflejando
un mudo y modesto agradecimiento en su mirada.

Pero tenía que presentarse otra circunstancia que
daría a Miguel Strogoff la medida exacta del
carácter de la joven.

Doce verstas antes de llegar a la estación de
Nijni-Novgorod, en una brusca curva de vía, el tren
experimentó un choque violentísimo y
después, durante unos minutos, rodó por la
pendiente de un terraplén.

Viajeros más o menos volteados, gritos,
confusión, desorden general en los vagones, tales fueron
los efectos inmediatos ante el temor de que se hubiera producido
un grave accidente; así, incluso antes de que el tren se
detuviera, las puertas de los vagones quedaron abiertas y los
aterrorizados viajeros no tenían más que un
pensamiento:
abandonar los coches y buscar refugio fuera de la
vía.

Miguel Strogoff pensó al instante en su vecina,
pero, mientras los otros viajeros del compartimiento se
precipitaban fuera del vagón, gritando y
empujándose, la joven permaneció tranquilamente en
su sitio, con el rostro apenas alterado por una ligera
palidez.

Ella esperaba. Miguel Strogoff
también.

Ella no había hecho ningún movimiento
para salir del vagón.

Miguel Strogoff no se movió tampoco.

Ambos permanecieron impasibles.

«Una naturaleza enérgica»,
pensó Miguel Strogoff. Mientras, el peligro había
desaparecido. La rotura del tope del vagón de equipajes
había provocado, primero el choque, después la
parada del tren, pero poco había faltado para que
descarrilara, precipitándose desde el terraplén al
fondo de un barranco. El accidente ocasionó una hora de
retraso, pero al fin, despejada la vía, el tren
reemprendió la marcha y a las ocho y media de la tarde
llegaban a la estación de Nijni-Novgorod.

Antes de que nadie pudiera bajar de los vagones, los
inspectores de policía coparon las portezuelas examinando
a los viajeros.

Miguel Strogoff mostró su podaroshna
extendido a nombre de Nicolás Korpanoff, y no tuvo
dificultad alguna. En cuanto a los otros pasajeros del
compartimiento, todos ellos con destino a Nijni-Novgorod, no
despertaron sospechas, afortunadamente para ellos.

La joven presentó, no un pasaporte, ya que el
pasaporte no se exige en Rusia, sino un permiso acreditado por un
sello particular y que parecía ser de una especial
naturaleza. El inspector lo leyó con
atención y después de examinar minuciosamente el
sello que contenía, le preguntó:

-¿Eres de Riga?

-Sí -respondió la joven.

-¿Vas a Irkutsk?

-Sí.

¿Por qué ruta?

-Por la ruta de Perm.

-Bien -respondió el inspector-, pero cuida de que
te refrenden este permiso en la oficina de
policia de Nijni-Novgorod.

La joven hizo un gesto de asentimiento.

Oyendo estas preguntas y respuestas, Miguel Strogoff
experimentó un sentimiento de sorpresa y piedad al mismo
tiempo. ¡Cómo! ¡Esta muchacha, sola, por los
caminos de la lejana Siberia en donde a los peligros habituales
se sumaban ahora los riesgos de un
país invadido y sublevado! ¿Cómo
llegará a Irkutsk? ¿ Qué será de ella
… ?

Finalizada la inspección, las puertas de los
vagones quedaron abiertas, pero, antes de que Miguel Strogoff
hubiera podido iniciar un movimiento hacia la muchacha,
ésta había descendido del vagón,
desapareciendo entre la multitud que llenaba los andenes de la
estación.

 

5

UN
DECRETO EN DOS ARTÍCULOS

Nijni-Novgorod, o Novgorod la Baja, situada en la
confluencia del Volga y del Oka, es la capital del gobierno de este
nombre. Era allí donde Miguel Strogoff debía
abandonar la línea férrea, que en esta época
no se prolongaba más alláde esta ciudad. Así
pues, a medida que avanzaba, los medios de
comunicacion se volvían menos rápidos, a la vez
que más inseguros.

Nijni-Novgorod, que en tiempqs ordinarios no contaba
más que de treinta a treinta y cinco mil habitantes,
albergaba ahora más de trescientos mil, o sea, que su
población se había decuplicado. Este
crecimiento era debido a la célebre feria que se celebraba
dentro de sus muros durante un período de tres semanas. En
otros tiempos había sido Makariew quien se había
beneficiado de esta concurrencia de comerciantes; pero desde
1817, la feria había sido trasladada a
Nijni-Novgorod.

La ciudad, bastante triste habitualmente, presentaba
entonces una animación extraordinaria. Diez razas
diferentes de comerciantes, europeos o asiáticos,
confraternizaban bajo la influencia de las transacciones
comerciales.

Aunque la hora en que Miguel Strogoff salió de la
estación era ya avanzada, se velan aun grandes grupos de gente
en estas dos ciudades que, separadas por el curso del Volga,
constituyen Nijni-Novgorod, la más alta de las cuales,
edificada sobre una roca escarpada, está defendida por uno
de esos fuertes llamados kreml en Rusia.

Si Miguel Strogoff se hubiese visto obligado a
permanecer en Nijni-Novgorod, difícilmente hubiera
encontrado hotel o ni
siquiera posada un tanto conveniente porque todo estaba lleno.
Sin embargo, como no podía marchar inmediatamente porque
le era necesario tomar el buque a vapor del Volga, debía
encontrar cualquier albergue. Pero antes quería conocer la
hora exacta de salida del vapor, por lo que se dirigió a
las oficinas de la compañía propietaria de los
buques que hacen el servicio entre
Nijni-Novgorod y Perm.

Allí, para su disgusto, se enteró de que
el Cáucaso -éste era el nombre del buque- no
salía hacia Perrn hasta el día siguiente al
mediodía. ¡Tenía que esperar diecisiete
horas! Era desagradable para un hombre con tanta prisa, pero no
tuvo más remedio que resignarse. Y fue lo que hizo, porque
él no se disgustaba jamás sin motivo.

Además, en las circunstancias actuales,
ningún coche, talega o diligencia, berlina o
cabriolé de posta ni veloz caballo, le hubiera conducido
tan rápido, bien sea a Perm o a Kazan. Por ello más
valía esperar la partida del vapor, que era más
rápido que ningún otro medio de transporte de
los que podía disponer y que le haría recuperar el
tiempo perdido.

He aquí, pues, a Miguel Strogoff, paseando por la
ciudad y buscando, sin impacientarse demasiado, un albergue donde
pasar la noche. Pero no se hubiera preocupado mucho si no fuera
por el hambre que le pisaba los talones, y probablemente hubiera
deambulado hasta la mañana siguiente por las calles de
Nijni-Novgorod. Por eso, lo que se proponía encontrar era,
más que una cama, una buena cena, pero encontró
ambas cosas en la posada Ciudad de Constantinopla.

El posadero le ofreció una habitación
bastante aceptable, no muy llena de muebles, pero en la que no
faltaban ni la imagen de la
Virgen ni las de algunos iconos, enmarcadas en tela dorada.
Inmediatamente le fue servida la cena, teniendo suficiente con un
pato con salsa agria y crema espesa, pan de cebada, leche cuajada,
azúcar
en polvo mezclado con canela y una jarra de kwass, especie
de cerveza muy comun
en Rusia. No le hizo falta más para quedar saciado. Y, por
supuesto, se sació mucho más que su vecino de mesa
que en su calidad de
«viejo creyente» de la secta de los Raskolniks, con
voto de abstinencia, apartaba las patatas de su plato y se
guardaba mucho de ponerle azúcar a su
té.

Terminada su cena, Miguel Strogoff, en lugar de subir a
su habitacion, reemprendió maquinalmente su paseo a
través de la ciudad. Pero pese a que el largo
crepúsculo se prolongaba todavía, las calles iban
quedándose, poco a poco, desiertas, reintegrándose
cada cual a su alojamiento.

¿Por qué Miguel Strogoff no se
había metido en la cama como era lo lógico
después de toda una jornada pasada en el tren?
¿Pensaba en aquella joven livoniana que durante algunas
horas había sido su compañera de viaje? No teniendo
nada mejor que hacer, pensaba en ella. ¿Creía que,
perdida en esta tumultuosa ciudad, estaba expuesta a cualquier
insulto? Lo temía, y tenía sus razones para
temerlo. ¿Esperaba, pues, encontrarla y, en caso
necesario, convertirse en su protector? No. Encontrarla era
difícil y en cuanto a protegerla… ¿Con qué
derecho?

« ¡Sola -se decía-, sola en medio de
estos nómadas! ¡Y los peligros presentes no son nada
comparados con los que le esperan! ¡Siberia!
¡Irkutsk! Lo que yo voy a intentar por Rusia y por el Zar
ella lo va a hacer por… ¿Por quién? ¿Por
qué? ¡Y tiene autorización para traspasar la
frontera!
¡Con todo el país sublevado y bandas tártaras
corriendo por las estepas … !»

Miguel Strogoff se detuvo para reflexionar durante
algunos instantes.

«Sin duda -pensó- la intención de
viajar la tuvo antes de la invasión. Puede ser que ignore
lo que está pasando… Pero no; los mercaderes comentaron
delante de ella los disturbios que hay en Siberia y ella no
pareció asombrarse… Ni siquiera ha pedido una
explicación… Lo sabía y sin embargo
continúa… ¡Pobre muchacha! ¡Ha de tener
motivos muy poderosos! Pero por valiente que sea -y lo es mucho,
sin duda-, sus fuerzas la traicionarán durante el viaje
porque, aun sin tener en cuenta los peligros y las dificultades,
no podrá soportar las fatigas y nunca conseguirá
llegar a Irkutsk … »

Mientras reflexionaba, Miguel Strogoff no cesaba de
caminar al albur, pero como conocía perfectamente la
ciudad, no tendría dificultad alguna en encontrar el
camino de la pensión.

Después de haber deambulado durante una hora fue
a sentarse en un banco adosado a
la fachada de una gran casa de madera que se
levantaba en medio de otras muchas que rodeaban una vasta
plaza.

Estaba sentado hacía unos cinco minutos cuando
una mano se apoyó fuertemente en su hombro.

-¿Qué haces aquí? -le
preguntó con voz ruda un hombre de elevada estatura al que
no había visto venir.

-Estoy descansando -le respondió Miguel
Strogoff.

-¿Es que tienes la intención de pasar
aquí la noche? -replicó el
hombre.

-Sí, si ello me interesa -contestó Miguel
Strogoff con un tono demasiado acre para pertenecer a un simple
comerciante, que es lo que él debía ser.

-Acércate para que te vea -dijo el
hombre.

Miguel Strogoff, acordándose que debía ser
prudente antes que nada, retrocedió
instintivamente.

-No hay ninguna necesidad de que me veas
-respondió.

Y con toda su sangre
fría, interpuso entre él y su interlocutor una
distancia de unos diez pasos.

Observándolo bien, le pareció entonces que
se las había con uno de esos bohemios que uno se encuentra
en todas las ferias y con los cuales hay que evitar cualquier
tipo de relación. Después, mirándolo
más atentamente a través de las sombras que
comenzaban a espesarse, distinguió cerca de la casa un
gran carretón, morada habitual y ambulante de los
cíngaros o gitanos que acuden en Rusia como un hormiguero
allá donde hay algunos kopeks a ganar.

Mientras tanto, el bohemio había dado dos o tres
pasos adelante y se preparaba para interpelar más
directamente a Miguel Strogoff, cuando se abrió la puerta
de la casa y apareció una mujer, apenas
visible entre las sombras, la cual avanzó vivamente y, en
un lenguaje rudo
que Miguel Strogoff identificó como una mezcolanza de
mongol y siberiano, dijo:

-¿Otro espía? Déjalo y vente a
cenar. El papluka está esperando.

Miguel Strogoff no pudo evitar sonreírse por la
calificación que le aplicaba la mujer,
precisamente a él, que temía sobremanera a los
espías.

El hombre, en el mismo lenguaje, pero empleando un
acento muy distinto al de la mujer, respondió algunas
palabras que venían a decir, poco más o
menos:

-Tienes razón, Sangarra. Por lo demás,
mañana nos habremos ido.

-¿Mañana? -replicó a media voz la
mujer, con un tono que denotaba cierta sorpresa.

-Sí, Sangarra, mañana -respondió el
bohemio- y es el mismo Padre el que nos envía… adonde
queremos ir.

Y después de esto, hombre y mujer entraron en la
casa, cerrando cuidadosamente la puerta tras ellos.

«¡Bueno! -se dijo Miguel Strogoff-. Si estos
bohemios tienen interés en
que no les entienda, tendría que aconsejarles que
empleasen otra lengua para
hablar delante de mí! »

En su calidad de siberiano y por haber pasado toda su
infancia en la
estepa, Miguel Strogoff -como queda dicho- comprendía casi
todos los idiomas empleados desde Tartaria al océano
Glacial. En cuanto al preciso significado de las palabras de los
bohemios, no se preocupó demasiado por avenguarlo.
¿Qué interés podía tener para
él?

Como era ya hora avanzada, Miguel Strogoff
decidió volverse al albergue con la intención de
descansar un poco. Siguiendo el curso del Volga, en donde las
aguas desaparecen bajo las sombras de innumerables embarcaciones,
encontró fácilmente la forma de orientarse para
volver a la pensión. Aquella aglomeración de
carretones y casas ocupaba, precisamente, la vasta plaza donde se
celebraba cada año el principal mercado de
Nijni-Novgorod, lo cual explicaba la afluencia de tal cantidad de
saltimbanquis y bohemios que acudían de todas partes del
mundo.

Una hora más tarde, Miguel Strogoff dormía
con sueño algo agitado, en una de esas camas rusas que tan
duras parecen a los extranjeros. El día siguiente, 17 de
julio, sería su gran día.

Las cinco horas que le quedaban aún por pasar en
Nijni-Novgorod le parecían un siglo. ¿Qué
podía hacer para ocupar la mañana, como no fuese
deambular por las calles como la víspera? Una vez tomado
su desayuno, arreglado el saco y visado su podaroshna en
la oficina de policía, no tenía nada más que
hacer hasta la hora de la partida. Pero como no estaba
acostumbrado a levantarse después que el sol, se
vistió, colocó cuidadosamente la carta con las
armas
imperiales en el fondo de un bolsillo practicado en el forro de
la túnica, apretó el cinturón sobre ella,
cerró el saco de viaje y echándoselo sobre los
hombros salió de la posada. Como no quería volver a
la Ciudad de Constantinopla, liquidó su cuenta, contando
con almorzar a orillas del Volga, cerca del
embarcadero.

Para mayor seguridad, Miguel
Strogoff volvió a presentarse en las oficinas de la
compañía para reafirmarse de que el
Cáucaso partía a la hora que le
habían anunciado. Un pensamiento le vino entonces a la
mente por primera vez. Ya que la joven livoniana había de
tomar la ruta de Perm, era muy posible que tuviera el proyecto de
embarcar también en el Cáucaso, con lo que
no tendrían más remedio que hacer el viaje
juntos.

La ciudad alta, con su kremln, cuyo
perímetro medía dos verstas y era muy parecido al
de Moscú, estaba muy abandonada en aquella ocasión;
ni siquiera el gobernador vivía allí. Sin embargo,
la ciudad baja estaba excesivamente animada.

Miguel Strogoff, después de atravesar el Volga
por un puente de madera guardado por cosacos a caballo,
llegó al emplazamiento en donde la víspera se
había tropezado con el campamento de bohemios. La feria de
Nijni-Novgorod se montaba un poco en las afueras de la ciudad y
ni siquiera la feria de Leipzig podía rivalizar con ella.
En una vasta explanada situada más allá del Volga
se levanta el palacio provisional del gobernador general, que
tiene la orden de residir allí mientras dura la feria, ya
que a causa de la variada gama de elementos que a ella
concurrian, necesitaba una vigilancia especial.

Esta explanada estaba ahora llena de casas de madera,
simétricamente dispuestas, de forma que dejaban entre
ellas avenidas bastante amplias como para que pudiera circular
libremente la multitud. Una aglomeración de casas de todas
formas y tamaños constituía un barrio aparte y en
cada una de estas aglomeraciones se practicaba un género
determinado de comercio.
Había el barrio de los herreros, el de los cueros, el de
la madera, el de las lanas, el de los pescados secos, etc.
Algunas de estas casas estaban construidas con materiales de
alta fantasía, como ladrillos de té, bloques de
carne salada, etc., es decir, con las muestras de aquellos
artículos que los propietarios ofrecían a los
compradores con esa singular forma de reclamo tan poco
americana.

En esas avenidas bañadas en toda su
extensión por el sol, que
había salido antes de las cuatro, la afluencia de gente
era ya considerable. Rusos, siberianos, alemanes, griegos,
cosacos, turcos, indios, chinos; mezcla extraordinaria de
europeos y asiáticos comentando, discutiendo, perorando y
traficando. Todo lo que se pueda comprar y vender parecía
estar reunido en esa plaza. Porteadores, caballos, camellos,
asnos, barcas, carros, todo vehículo que pudiera servir
para el transporte estaba acumulado sobre el campo de la feria.
Cueros, piedras preciosas, telas de seda, cachemires de la
India, tapices
turcos, armas del Cáucaso, tejidos de
Esmirna o de Ispahan, armaduras de Tiflis, té, bronces
europeos, relojes de Suiza, terciopelos y sedas de Lyon,
algodones ingleses, artículos para carrocerías,
frutas, legumbres, minerales de los
Urales, malaquitas, lapizlázuli, perfumes, esencias,
plantas
medicinales, maderas, alquitranes, cuerdas, cuernos,
calabazas, sandías, etc. Todos los productos de
la India, de China, de
Persia, los de las costas del mar Caspio y mar Negro, de América
y de Europa, estaban
reunidos en aquel punto del globo.

Había un movimiento, una excitación, un
barullo y un griterío indescriptibles y la expresividad de
los indígenas de clase inferior
iba pareja con la de los extranjeros, que no les cedían
terreno sobre ningun punto. Había allí mercaderes
de Asia central que
habían empleado todo un año para atravesar tan
inmensas llanuras escoltando sus mercancías, y los cuales
no volverían a ver sus tiendas o sus despachos hasta
dentro de otro año. En fin, la importancia de la feria de
Nijni-Novgorod era tal que la cifra de las transacciones no
bajaba de los cien millones de rublos.

Aparte, en las plazas de los barrios de esta ciudad
improvisada, había una aglomeración de vividores de
toda clase: saltimbanquis y acróbatas, que
ensordecían con el ruido de sus
orquestas y las vociferaciones de sus reclamos; bohemios llegados
de las montañas que decían la buenaventura a los
bobalicones de entre un público en continua renovacion;
cingaros o gitanos -nombre que los rusos dan a los egipcios, que
son los antiguos descendientes de los coptos-, cantando sus
más animadas canciones y bailando sus danzas más
originales; actores de teatrillos de feria que representaban
obras de Shakespeare, muy
apropiadas al gusto de los espectadores, que acudían en
tropel. Después, a lo largo de las avenidas, domadores de
osos que paseaban en plena libertad a sus
equilibristas de cuatro patas; casas de fieras que retumbaban con
los roncos rugidos de los animales,
estimulados por el látigo acerado o por la vara del
domador; en fin, en medio de la gran plaza central, rodeados por
un cuádruple círculo de desocupados admiradores, un
coro de «remeros del Volga», sentados en el suelo como si
fuera el puente de sus embarcaciones simulaban la acción
de remar bajo la batuta de un director de orquesta, verdadero
timonel de su buque imaginario.

Por encima de la multitud, una nube de pájaros se
escapaba de las jaulas en que habían sido transportados.
¡Costumbre bizarra y hermosa! Según una
tradición muy arraigada en la feria de Nijni-Novgorod, a
cambio de
algunos kopeks caritativamente ofrecidos por buenas personas, los
carceleros abrían las puertas a sus prisioneros y
éstos volaban a centenares, lanzando sus pequeños y
alegres trinos.

Tal era el aspecto que ofrecía la explanada y
así permanecería durante las seis semanas que
ordinariamente duraba la feria de Nijni-Novgorod. Después
de este ensordecedor período, el inmenso barullo
desaparecería como por encanto, y la ciudad alta
reemprendería su carácter oficial, la ciudad baja
volvería a su monotonía ordinaria y de esta enorme
afluencia de comerciantes pertenecientes a todos los lugares de
Europa y Asia central, no quedaría ni un solo vendedor con
algo que vender, ni un solo comprador que buscase alguna cosa que
comprar.

Conviene precisar que, esta vez al menos, Francia e
Inglaterra
estaban cada una representada en el gran mercado de
Nijni-Novgorod por uno de los productos más distinguidos
de la civilizacion moderna: los señores Harry Blount y
Alcide Jolivet.

En efecto, los dos corresponsales habían venido
en busca de impresiones que pudieran servirles en provecho de sus
lectores y ocupaban de la mejor forma las horas que les quedaban
libres, ya que ellos también embarcaban en el
Cáucaso.

En el campo de la feria se encontraron precisamente uno
y otro, pero no se mostraron muy sorprendidos, ya que un mismo
instinto debía conducirles tras la misma pista; pero esta
vez no entablaron conversación y limitáronse a
cruzar un saludo bastante frío.

Alcide Jolivet, optimista por naturaleza, parecía
creer que todo iba sobre ruedas y, como el azar le había
proporcionado por suerte para él mesa y albergue,
había anotado en su bloc algunas frases particularmente
favorables para la ciudad de Nijni-Novgorod.

Por el contrario, Harry Blount, después de haber
buscado inútilmente un sitio para cenar, había
tenido que dormir a la intemperie, por lo que su
apreciación de las cosas tenía un muy distinto
punto de vista y trenzaba un artículo demoledor contra una
ciudad en la cual los hoteles se
niegan a recibir a los viajeros que no piden otra cosa que
dejarse despellejar «moral y
materialmente».

Miguel Strogoff, con una mano en el bolsillo y
sosteniendo con la otra su larga pipa de madera de cerezo,
parecía el más indiferente y el menos impaciente de
los hombres. Sin embargo, en una cierta contracción de sus
músculos superficiales, un observador hubiera reconocido
fácilmente que tascaba el freno.

Desde hacía unas dos horas deambulaba por las
calles de la ciudad para volver, invariablemente, al campo de la
feria. Circulando entre los diferentes grupos, observó que
una real inquietud embargaba a todos los comerciantes llegados de
los lugares vecinos de Asia. Las transacciones se
resentían visiblemente. Que los bufones, saltimbanquis y
equilibristas hicieran gran barullo frente a sus barracas se
comprendía, ya que estos pobres diablos no tenían
nada que perder en ninguna operación comercial, pero los
negociantes dudaban en comprometerse con los traficantes de Asia
central, sabiendo a todo el país turbado por la
invasión tártara.

También había otro síntoma que
debía ser señalado. En Rusia el uniforme militar
aparece en cualquier ocasión. Los soldados se mezclan
voluntariamente entre el gentío y, precisamente en
Nijni-Novgorod durante el período de la feria, los agentes
de la policía están ayudados habitualmente por
numerosos cosacos que, con la lanza sobre el hombro, mantienen el
orden en esta aglomeración de trescientos mil
extranjeros.

Sin embargo, aquel día, los cosacos u otras
clases de militares, estaban ausentes del gran mercado. Sin duda,
en previsión de una partida inmediata, estaban
concentrados en sus cuarteles.

Pero, mientras no se veía un soldado por ninguna
parte, no ocurría así con los oficiales ya que,
desde la víspera, los ayudas de campo con destino en el
Palacio del gobernador se habían lanzado en todas
direcciones, todo lo cual constituía un movimiento
desacostumbrado que sólo podía explicarse dada la
gravedad de los acontecimientos. Los correos se multiplicaban por
todos los caminos de la provincia, ya hacia Wladimir, ya hacia
los montes Urales. El cambio de despachos telegráficos
entre Moscú y San Petersburgo era incesante. La
situación de Nijni-Novgorod, no lejos de la frontera
siberiana, exigla evidentemente serias precauciones. No se
podía olvidar que en el siglo XIV la ciudad había
sido tomada dos veces por los antecesores de estos
tártaros que ahora la ambición de
Féofar-Khan lanzaba a través de las estepas
kirguises.

Un alto personaje, no menos ocupado que el gobernador
general, era el jefe de policía. Sus agentes y él
mismo, encargados de mantener el orden, de atender las
reclamaciones, de velar por el cumplimiento de los reglamentos,
no descansaban un instante. Las oficinas de la
administración, abiertas día y noche, se
veían asediadas incesantemente, tanto por los habitantes
de la ciudad como por los extranjeros, europeos o
asiáticos.

Miguel Strogoff se encontraba precisamente en la plaza
central cuando se extendió el rumor de que el jefe de
policía acababa de ser llamado urgentemente al palacio del
gobernador general. Un importante mensaje, se decía,
había motivado esta llamada.

El jefe de policía se presentó, pues, en
el palacio del gobernador y enseguida, como por un presentimiento
general, la noticia circulaba entre la gente; contra toda
previsión y contra toda costumbre, iba a ser tomada una
medida grave.

Miguel Strogoff escuchaba cuanto se decía para,
en caso de necesidad, sacar provecho de las noticias.

-¡Se va a cerrar la frontera! -gritaba
uno.

-¡El regimiento de Nijni-Novgorod acababa de
recibir orden de marcha! -respondía otro.

-¡Se dice que los tártaros amenazan
Tomsk!

-¡Aquí llega el jefe de policía! -se
oyó gritar por todas partes.

Súbitamente se produjo un gran barullo que fue
disminuyendo poco a poco hasta que fue sustituido por un silencio
absoluto. Todos presentían que el gobernador iba a dar
algún comunicado grave.

El jefe de policía, precedido por sus agentes,
acababa de abandonar el palacio del gobernador general. Un
destacamento de cosacos le acompañaba e iba abriendo paso
entre la multitud a fuerza de
golpes, violentamente dados y pacientemente recibidos.

El jefe de policía llegó al centro de la
plaza y todo el mundo pudo ver que tenía un despacho en la
mano.

«DECRETO DEL GOBERNADOR DE
NIJNI-NOVGOROD.

»Artículo primero. Prohibido a todo
individuo de
nacionalidad
rusa abandonar la provincia, bajo ningún concepto.

»Artículo segundo. Se da la orden a todos
los extranjeros de origen asiático de abandonar la
provincia en el plazo máximo de veinticuatro
horas.»

6

HERMANO Y HERMANA

Estas medidas, tan funestas para los intereses privados,
estaban justificadas por las circunstancias.

«Prohibido a todo individuo de nacionalidad
rusa abandonar la provincia bajo ningun concepto.» Si Ivan
Ogareff se encontraba aún en la provincia, esto le
impediría, o le impondría serias dificultades al
menos, reunirse con Féofar-Khan, con lo que el terrible
jefe tártaro contaría con un gran
auxiliar.

« Orden a todos los extranjeros de origen
asiático de abandonar la provincia en el plazo
máximo de veinticuatro horas.» Esto significaba
alejar en bloque a los traficantes venidos de Asia central,
así como a las tribus de bohemios, egipcios y gitanos, que
tienen más o menos afinidad con las poblaciones
tártaras o mongoles y a los cuales había reunido la
feria. Por cada persona era de temer un espia, por lo que su
expulsión era aconsejable, dado el estado de
cosas.

Pero se comprende fácilmente que estos dos
artículos hicieron el efecto de dos rayos
abatiéndose sobre la ciudad de Nijni-Novgorod,
necesariamente más amenazada y más perjudicada que
ninguna otra.

Así pues, los nacionales que tenían
negocios que
les reclamaban más allá de la frontera siberiana no
podían dejar la provincia, momentáneamente al
menos. El tono del primer artículo era serio. No
admitía excepciones. Todo interés privado
debía sacrificarse ante el interés
general.

En cuanto al segundo artículo del decreto, la
orden de expulsión era, asimismo, inapelable. No
concernía a otros extranjeros que a los de origen
asiático, pero éstos no tenían más
remedio que empaquetar sus mercancias y reemprender la ruta que
acababan de recorrer. En cuanto a todos los saltimbanquis, cuyo
número era considerable, tenían cerca de mil
verstas que recorrer antes de llegar a la frontera mas proxima y
para ellos esto significaba la miseria a corto plazo.

Inmediatamente se elevó un clamor de protesta
contra esta insólita medida, un grito de
desesperación que fue prontamente reprimido por los
cosacos y los agentes de policía. Casi al instante
comenzó el desmantelamiento de la vasta explanada. Se
plegaron las telas tendidas delante de las barracas; los
teatrillos de feria se desarmaron; cesaron los bailes y las
canciones; se desmontaron los tenderetes; se apagaron las
fogatas; se descolgaron las cuerdas de los equilibristas; los
viejos caballos que arrastraban aquellas viviendas ambulantes
fueron sacados de las cuadras para ser enjaezados a las mismas.
Agentes y soldados, con el látigo o la fusta en la mano,
estimulaban a los rezagados y derribaban algunas de las tiendas,
incluso antes de que los pobres bohemios hubieran tenido tiempo
de abandonarlas. Evidentemente, bajo la influencia de tales
medidas, antes de la llegada de la tarde, la plaza de
Nijni-Novgorod estaría totalmente evacuada y al tumulto
del gran mercado le sucedería el silencio del
desierto.

Es preciso repetir todavía, porque se trataba de
una agravación obligada de las medidas, que a estos
nómadas a los que les afectaba directamente el decreto de
expulsión, les estaban también prohibidas las
estepas siberianas y no tendrían más remedio que
dirigirse hacia el sur del mar Caspio, bien a Persia, a
Turquía o a las planicies del
Turquestán.

Los puestos del Ural y de las montañas que forman
como una prolongación de este río sobre la frontera
rusa, no podían traspasarlos. Tenían, pues, ante
ellos, un millar de verstas que se verían obligados a
atravesar, antes de pisar suelo libre.

En el momento en que el jefe de policía
acabó la lectura del
decreto, por la mente de Miguel Strogoff cruzó
instintivamente un pensamiento:

«¡Singular coincidencia -pensó- entre
este decreto que expulsa a los extranjeros originarios de Asia y
las palabras que se cruzaron anoche entre los dos bohemios de
raza gitana! "Es el Padre mismo quien nos envía adonde
queremos ir". dijo el hombre. Pero "el Padre" ¡es el
Emperador! ¡No se le designa de otra forma entre el pueblo!
¿Cómo estos bohemios podían prever la medida
tomada contra ellos?, ¿cómo la conocían con
anticipación y dónde quieren ir? ¡He
aquí gente sospechosa a la cual el decreto del gobernador
parece serle más útil que perjudicial!
»

Pero estas reflexiones, seguramente exactas, fueron
cortadas por otra que ocuparía todo el ánimo de
Miguel Strogoff. Y olvidó a los gitanos, sus sospechosos
propósitos y hasta la extraña coincidencia que
resultaba de la publicación del decreto… El recuerdo de
la joven livoniana se le presentó
súbitamente.

-¡Pobre niña! -exclamo como a pesar suyo no
podrá atravesar la frontera…

En efecto, la joven había nacido en Riga, era
livoniana y, por consecuencia, de nacionalidad rusa y no
podía, por tanto, abandonar el territorio ruso. El permiso
que se le había extendido antes de las nuevas medidas,
evidentemente ya no era válido. Todos los caminos de
Siberia le estaban inexorablemente cerrados y, cualquiera que
fuese el motivo que la conducía a Irkutsk, ahora le estaba
totalmente prohibido.

Este pensamiento preocupó vivamente a Miguel
Strogoff, el cual se decía, aunque muy vagamente al
principio, que sin descuidar nada de lo que su importante
misión
exigía de él, quizá le fuera posible servir
de alguna ayuda a esta valiente muchacha. La idea le
agradó. Conocedor de los peligros que él mismo,
siendo hombre enérgico y vigoroso, tenía
personalmente que afrontar en un país del cual
conocía perfectamente todas las rutas, no tenía
más remedio que pensar en que estos peligros serían
infinitamente más temibles para una joven. Ya que iba a
Irkutsk, tenía que seguir su misma ruta, viéndose
obligada a atravesar las hordas de invasores, como él
mismo iba a intentar conseguir. Si. por otra parte, ella no
tenía a su disposición más que los recursos
necesarios para un viaje en circunstancias ordinarias,
¿cómo podría llevarlo a cabo en unas
condiciones que las circunstancias habían hecho, no
solamente peligrosas, sino tan costosas?

«¡Pues bien! -se dijo, ya que toma la ruta
de Perm, es casi imposible que no la encuentre. Así
podré velar por ella sin que se dé cuenta, y como
me da la impresión de que tiene tanta prisa como yo por
llegar a Irkutsk, no,me ocasionará ningun
retraso.»

Pero un pensamiento sugiere otro y no había
pensado hasta entonces que en la hipótesis de que pudiera realizar esta
buena acción, recibiría un buen servicio. Una idea
nueva acababa de nacer en su mente y la cuestión se
presentó ante él bajo otro aspecto.

«De hecho -se dijo- yo puedo tener más
necesidad de ella que ella de mí. Su presencia no me
será perjudicial y me servirá para alejar de
mí las sospechas, ya que un hombre corriendo solo a
través de la estepa puede fácilmente ser tenido por
un correo del Zar. Si, por el contrario, me acompaña esta
joven, puedo tranquilamente pasar ante los ojos de todos como el
Nicolás Korpanoff de mi podaroshna. Es, pues,
necesario que me acompañe. ¡Es preciso encontrarla!
¡No es probable que desde ayer por la tarde haya conseguido
encontrar un coche para abandonar Nijni-Novgorod! ¡A
buscarla, pues, y que Dios me guíe! »

Miguel Strogoff abandonó la gran plaza de
Nijni-Novgorod, en donde el tumulto provocado por la
ejecución de las medidas prescritas había llegado a
su punto álgido. Recriminaciones de los extranjeros
proscritos, gritos de los agentes y cosacos que la
emprendían a golpes con ellos… Era un barullo
indescriptible. La joven que buscaba no podía estar
allí. Eran las nueve de la mañana. El vapor no
partía hasta el mediodía, por tanto, Miguel
Strogoff disponía de unas dos horas para encontrar a
aquella que quería convertir en su compañera de
viaje.

Atravesó de nuevo el Volga y recorrió otra
vez los barrios de la otra orilla, donde la multitud era bastante
menos considerable. Puede decirse que revisó calle por
calle de la ciudad alta y baja, entró en las iglesias,
refugio natural de todo aquel que llora, de todo el que sufre y
en ninguna parte encontró a la joven livoniana.

-Y, sin embargo -se repetía- no puede haber
abandonado todavía Nijni-Novgorod. ¡Continuemos
buscando!

Miguel Strogoff continuó errando durante dos
horas sin pararse en ninguna parte ni sentir la fatiga;
obedecía a un sentimiento imperioso que no le
permitía reflexionar. Pero fue en vano.

Le pasó entonces por la imaginación que
podía ser que la joven no conociera el decreto,
circunstancia improbable, ya que un golpe como ése no
podía asestarse sin ser conocido por todo el mundo.
Además, interesada evidentemente por conocer cualquier
noticia proveniente de Siberia, ¿cómo podía
ignorar las medidas tomadas por el gobernador y que tan
directamente la afectaban?

Pero, en fin, si ella las desconocía,
estaría a aquellas horas en el embarcadero y allí,
cualquier insoportable agente le negaría sin miramientos
el pasaje. Era necesario verla antes a cualquier precio, para
que gracias a él evitara tal contrariedad.

Pero fueron vanos todos sus esfuerzos y estaba perdiendo
toda esperanza de encontrarla. Eran entonces las once. Miguel
Strogoff, aunque en cualquier otra circunstancia no era
necesario, fue a presentar su podaroshna a la oficina del
jefe de policía. El decreto no podía,
evidentemente, afectarle, ya que esta circunstancia estaba
prevista, pero quería asegurarse de que nada se
opondría a su partida de la ciudad.

Tuvo, pues, que volver a la otra orilla del Volga, en
donde se encontraban las oficinas del jefe de policía.
Allí había gran afluencia de gente porque aunque
los extranjeros tenían que abandonar el país,
estaban igualmente sometidos a las formalidades de rigor. Sin
esta precaución cualquler ruso mas o menos
comprometido en el movimiento tártaro hubiera podido,
gracias a cualquier ardid, pasar la frontera, lo que
pretendía evitar el decreto. Se les expulsaba, pero
necesitaban un permiso de salida.

Así, pues, saltimbanquis, bohemios, cingaros,
gitanos, mezclados con los comerciantes persas, turcos,
hindúes, turquestanos y chinos, llenaban el patio y las
oficinas de la policía.

Todos se apresuraban, ya que los medios de
transporte iban a estar singularmente solicitados por tal
multitud de expulsados y los que llegasen tarde corrían el
riesgo de no
poder cumplir
con el plazo fijado, lo cual les expondría a la brutal
intervención de los agentes del gobernador.

Miguel Strogoff, gracias al vigor de sus codos, pudo
atravesar el patio, aunque entrar en la oficina y llegar hasta la
ventanilla de los empleados era una hazaña realmente
difícil. Sin embargo, unas palabras dichas al oído de un
agente y la entrega de unos oportunos rublos fueron suficientes
para abrirle paso.

El agente, después de introducirle a la sala de
espera, fue a avisar a un funcionario de más categoria. No
tardaría, pues, Miguel Strogoff, en estar en regla con la
policía y libre de movimientos.

Mientras esperaba, miró a su alrededor y…
¿qué vio? Allí, sobre un banco, echada
más que sentada, una joven, presa de muda
desesperación, aunque no pudo apenas distinguir su rostro
porque unicamente su perfil se dibujaba sobre la
pared.

Miguel Strogoff no se había equivocado. Acababa
de reconocer a la joven livoniana.

Desconociendo el decreto del gobernador, había
venido a la oficina del jefe de policía para hacerse visar
su permiso… Pero se le había negado el visado. Sin duda
estaba autorizada para ir a Irkutsk, pero el decreto era formal y
anulaba todas las autorizaciones anteriores, por lo que los
caminos de Siberia se le habían cerrado.

Miguel Strogoff, dichoso por haberla encontrado al fin,
se acercó a ella.

La joven lo miró un instante y sus ojos brillaron
por un momento al volver a ver a su compañero de viaje. Se
levantó instintivamente de su asiento y, como un
náufrago que se agarra a su única tabla de
salvación, iba a pedirle ayuda…

En aquel momento, el agente tocó la espalda de
Miguel Strogoff.

-El jefe de policía le espera -dijo.

-Bien -respondió Miguel Strogoff.

Y, sin dirigir una sola palabra a la que tanto
había estado
buscando, sin prevenirla con algún gesto que podría
haberlos comprometido a los dos, siguió al agente a
través de los grupos compactos de gente.

La joven livoniana, viendo desaparecer al único
que podía acudir en su ayuda, se dejó caer
nuevamente sobre el banco.

Aún no habían transcurrido tres minutos
cuando reapareció Miguel Strogoff acompañado por un
agente. Llevaba en la mano su podaroshna que le franqueaba
las rutas de Siberia.

Se acercó entonces a la joven livoniana y,
tendiéndole la mano, le dijo:

-Hermana…

¡Ella comprendió y se levantó, como
si una súbita inspiración no le hubiera permitido
dudar!

-Hermana -prosiguió Miguel Strogoff- tenemos
autorización para continuar nuestro viaje a Irkutsk.
¿Vienes conmigo?

-Te sigo, hermano -respondió la joven enlazando
su mano con la de Miguel Strogoff.

Y juntos abandonaron las oficinas de la
policía.

7

DESCENDIENDO POR EL VOLGA

Poco antes del mediodía, la campana del vapor
atraía al embarcadero a una gran cantidad de gente, ya que
allí acudieron los que partian y los que hubieran querido
partir. Las calderas del
Cáucaso tenían la presión
suficiente. Su chimenea dejaba escapar una ligera columna de
humo, mientras que el extremo del tubo de escape y las tapaderas
de las válvulas
se coronaban de vapor blanco.

No es necesario decir que la policía vigilaba la
partida del Cáucaso y se mostraba implacable con
aquellos viajeros que no reunían las condiciones exigidas
para abandonar la ciudad.

Numerosos cosacos iban y venían por el muelle,
prestos para acudir en ayuda de los agentes, aunque no tuvieron
necesidad de intervenir, ya que las cosas se desarrollaron sin
incidentes.

A la hora fijada sonó el último golpe de
campana, se largaron amarras, las poderosas ruedas del vapor
golpearon el agua con
sus palas articuladas y el Cáucaso navegó
entre las dos ciudades que constituyen Nijni-Novgorod.

Miguel Strogoff y la joven livoniana habían
tomado pasaje en el Cáucaso, embarcando sin ninguna
dificultad. Ya se sabe que el podaroshna librado a nombre
de Nicolás Korpanoff autorizaba a este negociante a
hacerse acompañar durante su viaje a Siberia. Eran un
hermano y una hermana los que viajaban bajo la garantía de
la policía imperial.

Ambos, sentados a popa, miraban alejarse la ciudad, tan
agitada por el decreto del gobernador.

Miguel Strogoff no había dicho ni una palabra a
la joven y ella tampoco le había preguntado nada.
Él esperaba a que hablase ella si lo creía
conveniente. Ella tenía deseos de abandonar la ciudad en
la que, sin la intervención de su providencial protector,
hubiera quedado prisionera. No decía nada, pero su mirada
reflejaba su agradecimiento.

El Volga, el Rha de los antiguos, está
considerado como el río más caudaloso de toda
Europa y su curso no es inferior a las cuatro mil verstas (4.300
kilómetros). Sus aguas, bastante insalubres en la parte
superior, quedan purificadas en Nijni-Novgorod gracias a las del
Oka, afluente que procede de las provincias centrales de
Rusia.

Se ha comparado justamente el conjunto de canales y
ríos rusos a un árbol gigantesco cuyas ramas se
extienden por todas las partes del Imperio. El Volga forma el
tronco de este árbol, el cual tiene sus raíces en
las setenta desembocaduras que se extienden sobre el litoral del
mar Caspio. Es navegable desde Rief, ciudad del gobierno de Tver,
es decir, a lo largo de la mayor parte de su curso.

Los buques de la compañía que hacía
el servicio entre Perm y Nijni-Novgorod recorren bastante
rápidamente las trescientas cincuenta verstas (373
kilómetros) que separan esta última ciudad de
Kazan. Es cierto que estos buques sólo tienen que
descender la corriente del Volga, la cual aumenta en unas dos
millas por hora la velocidad
propia del vapor. Pero cuando se llega a la confluencia del Kama
algo más abajo de Kazan, se ven obligados a remontar la
corriente de aquel afluente hasta la ciudad de Perm. Por ello,
aunque las máquinas
del Cáucaso eran poderosas, su velocidad no llegaba
más que a las dieciséis verstas por hora y contando
con una hora de parada en Kazan, el viaje de Nijni-Novgorod a
Perm duraría alrededor de sesenta a sesenta y dos
horas.

El buque de vapor estaba en buenas condiciones y los
pasajeros, según sus recursos, ocupaban tres clases
diferentes de pasaje. Miguel Strogoff había podido
conseguir dos de primera clase para que la joven pudiera
retirarse a la suya y aislarse cuando quisiera

El Cáucaso iba atestado de pasajeros de
todas las categorías. Había entre ellos un cierto
número de traficantes asiáticos que habían
considerado que lo más prudente era salir cuanto antes de
Nijni-Novgorod. En la parte del buque reservada a primera clase
iban armenios con sus largos vestidos, tocados con una especie de
mitra; judíos
identificables por sus bonetes cónicos; acomodados chinos
con sus trajes tradicionales, largos y de color azul, violeta o
negro, abiertos por delante y por detrás y cubiertos por
una túnica de anchas mangas, cuyo corte es parecido al de
las que usan los popes; turcos portando todavía su
turbante nacional; hindúes, con su bonete cuadrado y un
cordón en la cintura (algunos de los cuales se designaban
con el nombre de shikarpuris), que tenían en sus
manos todo el tráfico de Asia central; en fin, los
tártaros, calzando botas adornadas con cintas multicolores
y el pecho lleno de bordados. Todos estos negociantes
habían tenido que dejar en la bodega y en el puente sus
abultados bagajes, cuyo transporte les debía de costar
caro ya que, según el reglamento, cada persona no
tenía derecho más que a un peso de veinte
libras.

En la proa del Cáucaso se agrupaban los
pasajeros en mayor número, no solamente extranjeros, sino
también aquellos rusos a los que el decreto no
prohibía trasladarse a otras ciudades de la
provincia.

Allí había mujiks, tocados con gorros o
casquetes y portando camisas a cuadros pequeños bajo sus
bastas pellizas; campesinos del Volga, con pantalón azul
metido dentro de las botas, camisa de algodón
de color rosa atada por medio de un cordón y casquete
chato o bonete de fieltro. Se veían también mujeres
vestidas con ropas de algodón floreado, con delantales de
vivos colores y
pañuelos de seda roja sobre la cabeza. Éstos
constituían principalmente el pasaje de tercera clase a
los que, por suerte para ellos, la perspectiva de un largo viaje
de retorno no preocupaba demasiado. Esta parte del puente estaba
muy concurrida y por eso los pasajeros de popa no se aventuraban
demasiado a transitar entre aquellos grupos tan
heterogéneos que tenían señalado su sitio
delante de los tambores.

Entretanto, el Cáucaso desfilaba a toda
máquina entre las orillas del Volga, cruzándose con
numerosos buques que los remolcadores arrastraban remontando la
corriente del Volga y que transportaban toda clase de
mercancías con destino a Nijni-Novgorod. Pasaban trenes
cargados de madera, largos como esas interminables hileras de
sargazos del Atlántico y chalanas cargadas a tope con el
agua
llegándoles hasta la borda. Todos ellos hacían un
viaje inútil ya que la feria acababa de ser suspendida en
sus comienzos.

Las orillas del Volga, salpicadas por la estela del
buque, coronábanse con numerosas bandadas de patos
salvajes que huían lanzando gritos ensordecedores. Un poco
más lejos, sobre aquellas secas llanuras bordeadas de
alisos, sauces y tilos, se esparcían algunas vacas de
color rojo oscuro, rebaños de ovejas de lana parda y
piaras de cerdos blancos y negros. Algunos campos, sembrados de
trigo y centeno, se extendían hasta los últimos
planos de ribazos a medio cultivar pero que, en suma, no
ofrecían ninguna particularidad digna de atención.
En estos paisajes monótonos, el lápiz de un
dibujante que hubiera buscado algún motivo pintoresco, no
habría encontrado nada digno de reproducir.

Dos horas después de la partida del
Cáucaso, la joven livoniana se dirigió a
Miguel Strogoff, diciéndole:

-¿Tú vas a Irkutsk, hermano?

-Sí, hermana -respondió el joven-.
Llevamos la misma ruta y, por tanto, por donde yo pase, pasaras
tu.

-Mañana, hermano, sabrás por qué he
dejado las orillas del Báltico para ir mas allá de
los Urales.

-No te pregunto nada, hermana.

-Lo sabrás todo -respondió la joven, cuyos
labios esbozaron una triste sonrisa-. Una hermana no debe ocultar
nada a su hermano. Pero hoy no podría… La fatiga y la
desesperación me tienen destrozada.

-¿Quieres descansar en tu camarote?
-preguntó Miguel Strogoff.

-Sí… sí… hasta
mañana…

-Ven, pues…

Dudaba en terminar la frase, como si hubiera querido
acabarla con el nombre de su compañera, el cual ignoraba
todavía.

-Nadia -le dijo la muchacha tendiéndole la
mano.

-Ven, Nadia -respondió Miguel Strogoff- y
dispón con entera libertad de tu hermano Nicolás
Korpanoff.

Y la condujo al camarote que había reservado para
ella, situado en el salón de popa.

Miguel Strogoff volvió al puente, ávido de
noticias que pudieran modificar su itinerario y se mezcló
entre los grupos de pasajeros, escuchando pero sin tomar parte en
las conversaciones. Aparte de que si el azar quería que
alguien le preguntase y se viera en la obligación de
responder, se identificaría como el comerciante
Nicolás Korpanoff, al que el Cáucaso llevaba
en viaje de vuelta a la frontera, porque no quería que
nadie sospechase que tenía un permiso especial para viajar
por Siberia.

Los extranjeros que el vapor transportaba no
podían, evidentemente, hablar de los acontecimientos del
día, del decreto y sus consecuencias, porque aquellos
pobres diablos, apenas recuperados de las fatigas de un viaje a
través de Asia central, no osaban exteriorizar de ninguna
manera su cólera
y su desespero. Un miedo con mezcla de respeto los
enmudecía. Además, era probable que hubieran
embarcado secretamente en el Cáucaso inspectores de
policía encargados de vigilar a los pasajeros y, por
tanto, más valía contener la lengua. La
expulsión, después de todo, siempre era mejor que
el confinamiento en una fortaleza. Así pues, entre
aquellos grupos, o se guardaba silencio, o se hablaba con tanta
prudencia que no se podía sacar de ellos nada
provechoso.

Pero si Miguel Strogoff no tenía nada que
aprender en aquel sitio ya que, como no lo conocían, hasta
algunas bocas se cerraban al verle pasar, sus oídos
recibieron los ecos de una voz poco preocupada de ser o no ser
oída.

El hombre que tan alegremente se expresaba hablaba en
ruso, pero con acento extranjero, y su interlocutor le
respondía en la misma lengua, pero notándose
claramente que tampoco era su propio idioma.

-¿Cómo? -decía el primero-.
¿Usted, en este barco, mi querido colega? ¿Usted, a
quien vi en la fiesta imperial en Moscú y sólo
entreví en Nijni-Novgorod?

-Yo mismo -respondió secamente el segundo
personaje.

-Pues bien, francamente, no esperaba verme seguido por
usted tan pronto ni tan de cerca.

-¡Yo no le sigo a usted, señor, le
precedo!

-¿Me precede? ¡Me precede! Digamos que
marchamos paralelamente, llevando el mismo paso, como soldados en
una parada militar y que, si usted quiere podemos convenir,
provisionalmente al menos, que ninguno de los dos
adelantará al otro.

-Todo lo contrario. Pasaré delante de
usted.

-Eso lo veremos allá, cuando estemos en el
escenario de la guerra; pero
hasta entonces ¡qué diablos!, seamos amigos de ruta.
Más tarde tendremos muchas ocasiones de ser
rivales.

-Enemigos.

-¡Sea, enemigos! ¡Tiene usted, querido
colega, tal precisión al hablar que me es particularmente
agradable! ¡Con usted sabe, al menos, a qué atenerse
uno!

-¿Hay algo de malo en ello?

-Nada hay de malo. Pero a mi vez, le quiero pedir
permiso para precisar nuestra reciproca situacion.

-Precise.

-Usted va a Perm… como yo.

-Como usted.

-Y, probablemente, desde Perm se dirigirá a
Fkaterinburgo, ya que ésta es la mejor ruta y la
más segura para franquear los montes Urales.

-Probablemente.

-Una vez traspasada la frontera, estaremos en Siberia,
es decir, en plena invasión.

-Estaremos.

-Pues bien, entonces y solamente entonces será el
momento de decir: «Cada uno para sí, y Dios para …
»

-Dios para mí.

-¡Dios sólo para usted! ¡Muy bien!
Pero ya que tenemos a la vista unos ocho días neutros y
como no lloverán noticias durante el viaje, seamos amigos
hasta el momento de convertirnos en rivales.

-Enemigos.

-¡Sí! ¡Justamente, enemigos! Pero
hasta entonces, pongámonos de acuerdo y no nos devoremos
mutuamente. Yo le prometo guardar para mí todo lo que
pueda ver…

-Y yo todo lo que pueda oír.

-¿Está dicho?

-Dicho está.

-Hela aquí.

Y la mano del primer interlocutor, es decir, cinco dedos
ampliamente abiertos, estrecharon vigorosamente los dos dedos que
flemáticamente le tendió el segundo.

-A propósito -dijo el primero-, esta
mañana he podido telegrafiar a mi prima hasta el texto del
decreto, después de las diez y diecisiete.

-Y yo lo he mandado a mi Daily Telegraph
después de las diez y trece.

-¡Bravo, señor Blount!

-¡Muy bien, señor Jolivet!

-Me tomaré la revancha.

-Será difícil.

-Lo intentaré, al menos.

Diciendo esto, el corresponsal francés saludó farniliarmente
al corresponsal inglés,
el cual, inclinando la cabeza, le devolvió el saludo con
toda su ritual seriedad británica.

A estos dos cazadores de noticias, el decreto del
gobernador no les afectaba, ya que no eran ni rusos ni
extranjeros de origen asiático. Si habían dejado
Nijni-Novgorod, continuando adelante, era porque les impulsaba el
mismo instinto; de ahí que hubieran tomado idéntico
medio de locomoción y siguieran la misma ruta hasta las
estepas siberianas. Companeros de viaje, amigos o enemigos,
tenían por delante ocho días antes de que se
«levantase la veda» Y entonces, que ganara el
más hábil. Alcide Jolivet había hecho los
primeros avances y, aunque a regañadientes, Harry Blount
los había aceptado. Sea como fuere, aquel día el
francés, siempre abierto y algo locuaz, y el
inglés, siempre cerrado, comieron juntos en la misma mesa
y bebieron un Cliquot auténtico a seis rublos la botella,
generosamente elaborado con la savia fresca de los abedules de
las cercanías.

Miguel Strogoff, al oír hablar de esta forma a
Alcide Jolivet y Harry Blount, pensó:

-He aquí dos curiosos e indiscretos personajes a
los que probablemente volveré a encontrar por el camino.
Me parece prudente mantenerlos a distancia.

La joven livoniana no fue a comer. Dormía en su
camarote y Miguel Strogoff no quiso despertarla. Llegó la
tarde y aún no había reaparecido sobre el puente
del Cáucaso.

El largo crepúsculo impregnó toda la
atmósfera
de un frescor que los pasajeros buscaban ávidamente,
después del agobiante calor del
día. Con la tarde bien avanzada, la mayor parte de los
pasajeros aún no deseaban volver a los salones o camarotes
y tendidos en los bancos respiraban
con delicia un poco de la brisa que levantaba la velocidad del
buque. El cielo, en esta época del año y en estas
latitudes, apenas se oscurecía entre la tarde y la
mañana, y dejaba al timonel la luz suficiente
para orientar el barco entre las numerosas embarcaciones que
descendían o remontaban el Volga.

Sin embargo, como había luna nueva, entre las
once y las dos de la madrugada, oscureció un poco
más y casi todos los pasajeros dormían entonces,
reinando un silencio roto únicamente por el ruido de las
paletas que golpeaban el agua a intervalos regulares.

Una cierta inquietud mantenía desvelado a Miguel
Strogoff, el cual iba y venía por la popa del vapor. Sin
embargo, una de las veces llegó más allá de
la sala de máquinas, donde se encuentra la parte del barco
reservada a los pasajeros de segunda y tercera clase.

Allí dormían no solamente sobre los
bancos, sino también sobre los fardos, cajas y hasta sobre
las planchas del puente. Los marineros de la sala de
máquinas eran los únicos que estaban despiertos y
se mantenían de pie sobre el puente de proa. Dos luces,
una verde y otra roja, proyectadas por los faroles de
situación del buque, enviaban por babor y estribor algunos
rayos oblicuos sobre los flancos del vapor.

Era necesaria cierta atención para no pisar a los
durmientes, caprichosamente tendidos aquí y allá.
Para la mayor parte de los mujiks, habituados a acostarse sobre
el duro suelo, las planchas del puente debían serles
más que suficientes, pero habrían acogido de mala
manera a quien les despertase con un puntapié o un
pisotón.

Miguel Strogoff, pues, ponía toda su
atención en no molestar a nadie y, mientras iba hacia el
otro extremo del buque, no tenía otra idea que la de
combatir el sueño con un paseo un poco más
largo.

Había llegado ya a la parte anterior del puente y
subía por la escalerilla del puente de proa, cuando
oyó voces cerca de él que le hicieron detenerse.
Las voces parecían venir de un grupo de
pasajeros que estaban envueltos en mantas y chales, por lo que
era imposible reconocerlos en la sombra, pero a veces
ocurría que la chimenea del vapor, en medio de las volutas
de humo, se empenachaba de llamas rojizas cuyas chispas
parecían correr entre el grupo, como si millares de
lentejuelas quedaran súbitamente alumbradas por un rayo de
luz.

Miguel Strogoff iba a continuar cuando distinguió
más claramente algunas palabras, pronunciadas en aquella
extraña lengua que había oído la noche
anterior en el campo de la feria.

Instintivamente pensó escuchar, protegido por la
sombra del puente que le impedía ser descubierto. Pero era
imposible que pudiera distinguir a los pasajeros que
sostenían la conversación. Por tanto, se dispuso a
aguzar el oído.

Las primeras palabras que captó no tenían
ninguna importancia, al menos para él, pero le permitieron
reconocer precisamente las dos voces del hombre y la mujer que
había conocido en Nijni-Novgorod, por lo que
multiplicó su atención. No era de extrañar,
en efecto, que estos gitanos a los que había sorprendido
en plena conversación, expulsados como todos sus
congéneres, viajaran a bordo del
Cáucaso.

Fue un acierto el ponerse a escuchar, porque hasta sus
oídos llegaron claramente esta pregunta y esta respuesta,
hechas en idioma tártaro:

-Se dice que ha salido un correo de Moscú a
Irkutsk.

-Eso se dice, Sangarra, pero ese correo llegará
demasiado tarde o no llegará.

Miguel Strogoff tembló imperceptiblemente al
oír esta respuesta que le aludía tan directamente.
Intentó asegurarse de si el hombre y la mujer que acababan
de hablar eran los que él suponía, pero las sombras
eran entonces demasiado espesas y no los pudo
reconocer.

Algunos instantes después, Miguel Strogoff, sin
ser descubierto, volvió a popa y cogiéndose la
cabeza entre las manos trató de reflexionar. Se hubiera
podido creer que estaba soñando.

Pero no dormía ni tenía intención
de dormir. Reflexionaba sobre esto con viva
aprensión:

-¿Quién sabe mi partida y quién
tiene, por tanto, interés por conocerla?

8

REMONTANDO EL KAMA

Al día siguiente, 18 de julio, a las seis y
cuarenta de la mañana, el Cáucaso llegaba al
embarcadero de Kazan, separado siete verstas (siete
kilómetros y medio) de la ciudad.

Kazan, situada en la confluencia del Volga y del
Kazanka, es una importante capital del gobierno y del arzobispado
griego, al mismo tiempo que gran centro universitario.

La variada población de esta ciudad estaba
compuesta por cheremisos, mordvianos, chuvaches, volsalcos,
vigulitches y tártaros, entre los cuales estos
últimos eran los que habían conservado más
especialmente su carácter asiático.

A pesar de que la ciudad estaba bastante alejada del
desembarcadero, una multitud se apretujaba sobre el muelle a la
espera de noticias. El gobernador de la provincia había
publicado un decreto idéntico al de su colega de
Nijni-Novgorod. Se veían tártaros vestidos con su
caftán de mangas cortas y tocados con sus tradicionales
bonetes de largas borlas que recuerdan las de Pierrot; otros,
envueltos en una larga hopalanda y cubiertos con un
pequeño casquete, parecían judíos polacos y
mujeres con el pecho cubierto de baratijas, la cabeza coronada
por diademas en forma de media luna, formaban diversos grupos que
discutían entre sí.

Oficiales de policía mezclados entre la multitud
y algunos cosacos con su lanza a punto guardaban el orden y se
encargaban de hacer sitio a los pasajeros que descendían y
a los que embarcaban, no sin antes haber examinado minuciosamente
a ambas categorías de pasajeros, que estaban compuestos,
por una parte, por los asiáticos afectados por el decreto
de expulsión y, por la otra, mujiks que con sus familias
se detenían en Kazan.

Miguel Strogoff miraba con aire indiferente
ese ir y venir propio de todos los embarcaderos a los que se
aproxima cualquier vapor. El Cáucaso haría
escala en Kazan
durante una hora, que era el tiempo necesario para proveerse de
combustible. La idea de desembarcar no pasó por su
imaginación, ya que no quería dejar sola a la joven
livoniana, que aún no había reaparecido sobre el
puente.

Los dos periodistas se habían levantado con el
alba, como
correspondía a todo diligente cazador, y bajaron a la
orilla del río mezclándose entre la multitud, cada
uno por su lado. Miguel Strogoff vio, por una parte a Harry
Blount, con el bloc en la mano, dibujando algunos tipos y tomando
nota de algunas observaciones; por la otra, Alcide Jolivet se
contentaba con hablar, seguro de que su
memoria no
podía fallarle nunca.

Por toda la frontera oriental de Rusia había
corrido el rumor de que la sublevación y la
invasión tomaban caracteres considerables. Las comunicaciones
entre Siberia y el Imperio eran ya extremadamente
difíciles. Esto fue lo que Miguel Strogoff, sin haberse
movido del puente, oyó decir a los nuevos
pasajeros.

Estas noticias le causaban verdadera inquietud y
excitaban el imperioso deseo que tenía de estar más
allá de los Urales para juzgar por sí mismo la
gravedad de la situación y tomar las medidas necesarias
para hacer frente a cualquier eventualidad. Iba ya a pedir
más precisos detalles a cualquiera de los indígenas
de Kazan, cuando su mirada fue a fijarse de golpe en otro
punto.

Entre los viajeros que abandonaban el
Cáucaso Miguel Strogoff reconoció a la tribu
de gitanos que la víspera se encontraba todavía en
el campo de la feria de Nijni-Novgorod. Sobre el puente del vapor
se encontraban el viejo bohemio y la mujer que le había
calificado de espía. Con ellos, y sin duda bajo sus
órdenes, desembarcaban también una veintena de
bailarinas y cantantes, de quince a veinte años, envueltas
en unas malas mantas que cubrían sus carnes llenas de
lentejuelas.

Estas vestimentas, iluminadas entonces por los primeros
rayos de sol, le hicieron recordar aquel efecto singular que
había observado durante la noche. Era toda esta lentejuela
bohemía lo que brillaba en la sombra, cuando la chimenea
del vapor vomitaba sus llamaradas.

«Evidentemente -se dijo- esta tribu de gitanos,
después de permanecer bajo el puente durante el
día, han ido a agazaparse bajo el puente durante la noche.
¿Pretendían pasar lo más desapercibidos
posible? Esto no entra, desde luego, entre las costumbres de su
raza. »

Miguel Strogoff no dudó ya de que aquellas
palabras que tan directamente le aludieron habían partido
de este grupo invisible, iluminado de vez en cuando por las luces
de a bordo, y que las habían cambiado el hombre y la
mujer, a la que él había dado el nombre mongol de
Sangarra.

Con movimiento instintivo se acercó al
portalón del vapor, en el instante en que la tribu de
bohemios iba a desembarcar para no volver.

Allí estaba el vicio bohemio, en una humilde
actitud, poco
en consonancia con la desvergüenza natural en sus
congéneres. Se hubiera dicho que intentaba evitar hasta
las miradas más que atraerlas. Su lamentable sombrero,
tostado por todos los soles del mundo, inclinábase
profundamente sobre su arrugado rostro. Su encorvada espalda se
cubría con una vieja túnica en la que se
arrebujaba, pese al calor que hacía. Bajo aquel miserable
atuendo hubiera sido muy difícil apreciar su talla y su
figura.

Cerca de él, la gitana Sangarra, exhibiendo una
soberbia pose, morena de piel, alta,
bien formada, con magníficos ojos y cabellos dorados,
aparentaba tener unos treinta años.

Varias de las jóvenes bailarinas eran francamente
bonitas y tenían el aspecto característico de su
raza netamente acusado. Las gitanas son generalmente atrayentes y
más de uno de esos grandes señores rusos, que se
dedican a rivalizar en extravagancias con los ingleses, no han
dudado en escoger esposa entre estas bohemías.

Una de las cantantes tarareaba una canción de
ritmo extraño, cuyos primeros versos podían
traducirse asi:

El coral brilla sobre mi piel
morena.

Y la aguja de oro en mi
moño.

Voy a buscar fortuna

Al país de…

La alegre joven continuó su cancion, pero Miguel
Strogoff ya no pudo oír nada más.

Parecióle entonces que la gitana Sangarra lo
miraba de una forma especialmente insistente. Se hubiera dicho
que quería grabar sus rasgos en la memoria, de
forma que ya no se le borraran.

«¡He aquí una gitana descarada! -se
dijo Miguel Strogoff-. ¿Me habrá reconocido como el
hombre al que calificó de espía en Nijni-Novgorod?
Estos condenados gitanos tienen ojos de gato. Ven claramente a
través de la oscuridad y bien podría saber …
»

Miguel Strogoff estuvo a punto de seguir a Sangarra y su
tribu, pero se contuvo.

«No -pensó-, nada de imprudencias. Si hago
detener a ese viejo decidor de buenaventuras y su banda, me
expongo a revelar mi incógnito. Además, ya han
desembarcado y antes de que hayan traspasado la frontera yo ya
estaré lejos de los Urales. Bien pueden tomar la ruta de
Kazan a Ichim, pero no ofrece ninguna seguridad, aparte de que
una tarenta tirada por buenos caballos siempre adelantará
al carro de unos bohemios. ¡Entonces, tranquilízate,
amigo Korpanoff ! »

En aquel momento, además, Sangarra y el viejo
gitano acababan de desaparecer entre la multitud.

Si a Kazan se la llama justamente «la puerta de
Asia» y esta ciudad está considerada como el centro
de todo el tránsito comercial con Siberia y Bukhara es
porque de allí parten las dos rutas que atraviesan los
montes Urales. Miguel Strogoff había elegido muy
juiciosamente la que pasa por Perm, Ekaterinburgo y Tiumen, que
es la gran ruta de postas, mantenidas a costa del Estado, y que
se prolonga desde Ichim a Irkutsk.

Existía una segunda ruta -la que Miguel Strogoff
acababa de aludir-, que evita el pequeño rodeo por Perm,
que unía igualmente Kazan con Ichim, pasando Porjelabuga,
Menzelinsk, Birsk, Zlatouste, en donde abandona Europa,
Chelabinsk, Chadrinsk y Kurgana. Puede que esta ruta fuera un
poco mas corta que la otra, pero su pequeña ventaja
quedaba notablemente disminuida por la ausencia de paradas de
posta, el mal estado del terreno y la escasez de
pueblos. Miguel Strogoff pensaba con razón que no
podía haber hecho mejor elección y si, como
parecía probable, los bohemios seguían esta segunda
ruta de Kazan a Ichim, tenía todas las probabilidades de
llegarantes que ellos.

Una hora después, la campana anunciaba la salida
del Cáucaso, llamando a los nuevos pasajeros y
avisando a los que ya viajaban en él. Eran las siete de la
mañana y el barco ya había concluido la carga de
combustible; las planchas de las calderas vibraban bajo la
presión del vapor. El buque estaba preparado para largar
amarras y los viajeros que iban de Kazan a Perm ocupaban ya sus
respectivos lugares a bordo.

En aquel momento, Miguel Strogoff observó que de
los dos periodistas únicamente Harry Blount se encontraba
a bordo.

¿Iba, pues, Alcide Jolivet a quedarse en tierra?

Pero en el instante mismo en que se soltaban las
amarras, apareció Alcide Jolivet a todo correr. El buque
había comenzado la maniobra y la pasarela estaba quitada y
puesta sobre el muelle, pero el periodista francés no se
arredró y, sin dudarlo un instante, saltó con la
ligereza de un clown, yendo a parar sobre la cubierta del
Cáucaso, casi en brazos de su colega.

-Ya creí que el Cáucaso iba a
partir sin usted -le dijo éste, mitad en serio, mitad en
broma.

-¡Bah! -respondió Alcide Jolivet-. Les
hubiera alcanzado aunque para ello tuviera que fletar un buque a
expensas de mi prima, o correr de posta en posta a veinte kopeks
por versta y por caballo. ¿Qué quiere usted? El
telégrafo está lejos del muelle.

-¿A ido usted a telégrafos?
-preguntó Harry Blount apretando los labios.

-Sí; he ido -respondió Alcide Jolivet con
su más amable sonrisa.

-¿Y funciona todavía hasta
Kolivan?

-Esto lo ignoro, pero puedo asegurarle, por ejemplo, que
funciona de Kazan a París.

-¿Ha mandado usted un telegrama… a su
prima?

-Con todo entusiasmo.

-¿Es que ha sabido usted algo?

-Escuche, padrecito, por hablar como los rusos
-respondió Alcide Jolivet-, soy un buen muchacho y no
quiero ocultarle nada. Los tártaros, con
Féofar-Khan a la cabeza, han traspasado Semipalatinsk y
descienden por el curso del Irtiche. ¡Aproveche la
noticia!

¡Cómo! Una noticia tan grave y Harry Blount
la desconocía. Sin embargo, su rival, que la había
captado probablemente de alguno de los habitantes de Kazan, la
había transmitido ya a París. ¡El periódico
inglés estaba atrasado de noticias! Harry Blount, cruzando
sus manos en la espalda, fue a sentarse a popa del buque, sin
decir ni una sola palabra.

Hacia las diez de la mañana, la joven livoniana
abandonó su camarote para subir a cubierta.

Miguel Strogoff se dirigió hacia ella con la mano
extendida.

-Mira, hermana -le dijo, después de haberla
conducido hasta la proa del barco.

Y, efectivamente, el lugar valía la pena ser
contemplasdo con atención.

En aquel momento, el Cáucaso llegaba a la
confluencia del Volga con el Kama y era allí donde
abandonaban el gran río, después de descender su
curso durante más de cuatrocientas verstas, para remontar
el importante afluente a lo largo de un recorrido de
cuatrocientas sesenta verstas (490 kilómetros).

 

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